El Minotauro

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Después de pedir permiso para abrir el canal de comunicación vi a E. muy estresada intentando trenzar unos hilos de colores que se amontonaban en la mesa. Estaban muy enredados y parecía imposible seguirlos por separado. E. se sentía como Ariadna enamorada de Teseo. Como si realmente de ella dependiera la vida  de los jóvenes atenienses y su amado. Necesitaba trenzar el hilo para salvarlos. Pero todo estaba muy liado y enmarañado. Estaba a punto de llorar. Levantó la vista. Delante de ella había una mujer sentada. Era la energía de su Amatista. Se parecía un poco a la profesora McGonagall de los libros de Harry Potter. Clavó la mirada muy severa a E. La miraba casi con desprecio. E. se puso todavía más nerviosa. De repente su Amatista golpeó fuertemente con la mano la mesa y gritó: “BASTA.” El manojo de hijos cayó al suelo enredándose aún más. E. miraba ese desastre con ojos llenos de lágrimas. No entendía porque su mineral la trataba de esa manera en lugar de ayudarla arreglar los hilos y quizás también tejerlos. Mirando todo el desorden pensó que no debía obedecer a esa energía. Tenía suficiente poder y fuerza para decidir por ella misma que quería hacer. Levantó la mirada preparada a un enfrentamiento. Vio la cara muy cambiada de su Amatista. Sonreía contenta. E. estaba muy desconcertada. Justo cuando se había empoderado desapareció el contrincante. Su mineral se excusó: “Lo siento. Es que a veces parece que la vida tiene que apretarte para que te empoderes. ¡Perdóname! Ahora tengo un mensaje para ti. Pues, lo siento mucho pero – nada depende de ti.” E. miraba la gran sonrisa de la mujer que encarnaba la energía de su Amatista. Meneó la cabeza diciendo: “Te equivocas. Todo depende de mí.” Su piedra siguió sonriendo. Se inclinó un poco y susurró: “Bueno, depende como lo mires. Pero te juro que no puedes salvar a nadie. Gastas un montón de energía, pensando en los que te rodean y completamente te olvidas de ti misma. Mira, prueba ahora en lugar de hacer el hilo que salve a Teseo y los jóvenes atenienses, simplemente hilar la lana y luego tejer un jersey. ¡Pruébalo!” E. recogió los hijos del suelo y se sorprendió porque ya estaban bien ordenados. Todos  tenían el mismo color. Eran rojos. Sin saber cómo, en menos de lo que canta un gallo, terminó precioso y caliente jersey. Miró a su profesora que propuso: “¿Qué te parece si ahora buscamos a tu Minotauro.?” Fueron juntas a un laberinto. Era el laberinto de la Diosa. E. entró un poco indecisa. Después de unos minutos vio al Minotauro sentado en el suelo. Apoyaba la espalaba en la pared. Parecía abatido. No miraba a E. en el momento de hacerle le pregunta que la sorprendió: “¿Has venido a matarme?” E. no sabía que pensar. Se sentía como si todo lo que le habían contado, lo que había aprendido no fuera la verdad. El monstruo no parcia ni monstruo ni peligroso. Se acercó a él y se sentó a su lado. El tiempo pasaba. Finalmente E. dijo: “Te he traído el jersey.” El Minotauro la miró desconcertado pero aceptó el regalo. Se puso el jersey. La imagen era divertida. Un enorme hombre con la cabeza el torro en jersey rojo con los ojos que saltaban chispas de alegría. E. oyó en su interior el mensaje de su mineral: “No puedes salvar a nadie porque la salvación de otros no depende de ti. Sin embargo puedes salvar lo que resguarda el laberinto de la Diosa. El único tesoro. Puedes salvarte a ti. Tu parte salvaje, tu fuerza. Solo tienes que mirar hacia dentro. Ponerte a ti misma en primer lugar por encima de tus propias exigencias. ¡Adéntrate en el laberinto donde te espera lo desconocido! ¡Abrígalo y abraza! Así conseguirás desenredar tu vida. No luches conmigo. No es mi intención. Entiende mi función en tu vida. Soy tu maestra que te acompaña hacia el laberinto de tu corazón. Hacia dentro.” E. cogió de mano al Minotauro. Se miraron a los ojos y empezaron a caminar juntos.

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